Apolo


Bajo el cobijo del manto nocturno, Apolo se resguardó en el silencio del templo, interrumpido de improviso por los pasos presurosos de Jacinto.
—¡Criseida, hija de Crises, ha sido capturada!
—¿Eso debe importarme? —respondió el dios con acritud.
—¡Es tu sacerdote! El pobre Crises está abatido mientras el infierno se desata allá afuera. Eneas permanece gravemente herido y Afrodita no puede ayudarlo. ¡Haz algo!
El aludido lo miró sin inmutarse, acercando su espigado cuerpo al oráculo de Delfos.
—No es mi problema —Soltó éste con frialdad.
—¿Quién rayos eres? El Apolo que conozco jamás huiría ante una batalla. ¡Nunca se quedaría de brazos cruzados! Hace catorce años que te mantienes encerrado en este templo. ¿Qué es lo que pasa contigo? —El joven espetó.
Esta vez Apolo, que hasta entonces había permanecido inclinado sobre el oráculo, se incorporó de improviso bajo un silencio sombrío. «¿Quién eres?» Las palabras, como un eco resonante volvieron a su mente con dolor. «¿Por qué eres un dios?»  Apolo se estremeció estrechándose entre sus propios brazos. «Solo eres uno más, una estrellita perdida, hecha de polvo y nada más».
El recuerdo de esos seres extraños, hablándole a través de esas bocas dientudas, con sus rostros azafranados y dedos mutilados, giraron en torno a su memoria, lo que provocó el surgimiento del evento que durante años había intentado reprimir: Su cuerpo abierto, ensangrentado, diseccionado y observado. Consciente, sintiendo el dolor.
—¿Apolo? —interrumpió Jacinto con desconcierto, al mirar a su dios temblar, inclinado sobre las baldosas del suelo.
—No saldré, por mi pueden morirse todos en esa guerra absurda, no arriesgare mi vida de nuevo exponiéndome ante ellos.
—¿Pero qué dices? Con tus flechas y tu viento puedes ayudarlos a distancia sin necesidad de exponerte directamente. ¡Solo estás dando excusas baratas! Tú eres el dios Apolo, vengativo y temido por todos, ¡deja de comportarte como un cobarde!
No obstante, esta vez Apolo ya no lo escuchaba, se había sumergido entre los insondables recuerdos de su juventud. «Solo eres uno más, una estrellita perdida hecha de polvo y nada más». Esas palabras cargadas de desprecio se repitieron una y otra vez en su mente, mientras Jacinto lo zarandeaba sin descanso en busca de su regreso.
—¡Vamos, Apolo, tienes que volver —gritaba un desesperado Jacinto—.¡Vendrán por nosotros los griegos si no haces algo!
Las palabras influyeron en el dios, que se levantó presuroso sujetando el cuello de su emisor.
—Vendrán, ¡eres uno de ellos! Los has guiado de nuevo a mi. No lo permitiré, ¡no dejaré que me lleven de nuevo, no los dejaré!
Pero Jacinto había dejado de escucharlo, de él, sólo quedaba un cuerpo carente de alma colgando a manos de aquel a quien amaba, mientras los griegos se adentraban en el templo con sus armas listas para la batalla.

Comentarios